jueves, 5 de febrero de 2015

LA EDAD DE LOS ESCLAVOS

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Lo peor que le puede suceder a un prisionero es que acabe sintiendo los muros de su celda como su hogar.
Cuando un ser humano llega a este estado, ya no sabe ser libre; es el máximo nivel de esclavitud al que se puede llegar.
Y parece que todos hemos llegado ya a ese punto.
Todos vemos las cadenas que nos aprisionan como algo natural y cotidiano; forman parte integral de nuestra vida de tal manera, que ya creemos que son una extensión de nuestros propios cuerpos y de nuestras propias mentes.
Una de esas cadenas que tanto nos inmoviliza, es la concepción que tenemos sobre nuestra EDAD y las obligaciones que conlleva.
Cuando venimos a este mundo, se extiende ante nosotros un terreno fértil e inexplorado, sin barreras ni muros de ningún tipo. Se trata de nuestro tiempo de vida, un mapa en blanco que debemos dibujar a medida que lo recorremos.
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Pero la sociedad jamás nos permite que lo exploremos libremente, como el territorio virgen que es.
Desde muy temprana edad, el Sistema inocula en nuestro cerebro fronteras imaginarias, lineas divisorias y caminos de obligado recorrido, que acaban configurando la única forma de explorar nuestro tiempo vital.
Así es como ese territorio virgen queda dividido en regiones ficticias formadas por las diferentes edades de nuestra vida: la adolescencia, la juventud, la madurez, la vejez, cada una de las cuales debemos vivir obligatoriamente de determinada manera si queremos ser aceptados por los demás e integrarnos en los mecanismos sociales.
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LA EDAD: HERRAMIENTA DE CONTROL SOCIAL
La edad se ha convertido en una de las herramientas más eficientes creadas por el Sistema para controlar nuestras existencias.
Su función es sincronizar nuestros pasos con los de los demás esclavos, hasta igualarnos a todos y convertir nuestras vidas en estructuras temporales clonadas perfectamente predecibles, como si todos formáramos parte de un mismo mecanismo de relojería.
La sociedad utiliza nuestra edad para dictar los hitos que debemos conseguir según sus reglas de programación. Son como muescas en una tarjeta perforada, que sirven para programar todos nuestros actos futuros, como simples autómatas.
Conseguir o no esos hitos dentro del plazo prefijado por el Sistema, nos clasifica como aptos o ineptos, como triunfadores o como perdedores.
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Así, nuestras vidas se convierten en una carrera continua a contrarreloj en la que debemos ir cruzando las metas volantes antes de que se acabe el tiempo que el sistema estipula para ello: mantener la primera relación sexual, sacarse los estudios, entrar en la universidad, obtener el primer trabajo, sacarse el carnet de conducir, comprar el primer coche, marcharse de casa, ganar dinero, casarse o vivir en pareja, tener un hijo…
Llegar tarde a esas metas o directamente saltárselas, nos conduce a ser clasificados de determinada manera por los demás, incluso como fracasados o inadaptados.
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Y lo más curioso es que todos lo aceptamos como si fuera la única realidad posible.
Nos han hecho creer a todos que la vida solo puede vivirse de esta manera, siguiendo este plan prefijado, como si fuera algo natural e inevitable, como la ley de la gravedad o las leyes de la física.
Nadie se da cuenta de que todos los hitos relacionados con la edad que nos impone el Sistema son elementos externos arbitrarios cuya existencia y valor dependen única y exclusivamente de convenciones sociales o de nuestra aceptación y acatamiento.
No hay ninguna fuerza real en el universo que determine que a los 40 años no podamos jugar con los clicks de Playmobil, que a los 60 no podamos hacer el payaso o que a los 15 no nos atraigan más las discusiones filosóficas que ir a bailar a una discoteca.
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La Sociedad ha llenado nuestra mente de muros relacionados con la edad, traducidos en expresiones del tipo “esto aún no lo puedes hacer”,“eres demasiado mayor para comportarte así” o “debería darte vergüenza hacer estas cosas a tu edad”
Multitud de barreras psicológicas que el sistema levanta en nuestras vidas, hasta convertir una fértil y amplia pradera en un laberinto de paredes de ladrillo: la barrera de la infancia, de la adolescencia, la barrera psicológica de los 30, de los 40, de la jubilación…
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Pero son solo muros ficticios, como esas líneas imaginarias que llamamos fronteras, que dividen la tierra en países que no existen en el espacio natural; o los calendarios, que dividen imaginariamente nuestro tiempo en paquetes de 7 días a los cuales hemos llamado “semanas”.
En realidad, tener tal o cual edad no tiene por qué determinar ni nuestra actitud, ni nuestros anhelos, ni nuestros sueños, ni nuestros actos.
Los únicos condicionantes reales relacionados con nuestro tiempo de vida, los determinan nuestra capacidad física, nuestro desarrollo psicológico, nuestros conocimientos, nuestra energía vital, nuestra ilusión por soñar y luchar y ante todo, nuestra voluntad como individuos.
Elementos todos ellos que son diferentes para cada persona, dependiendo de sus características y de sus circunstancias personales.
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MADUROS Y RESPONSABLES: LA GRAN MENTIRA
Una de las grandes mentiras de nuestra vida es la de “hacerse mayor”. Aquello que pomposamente llamamos “madurar” y que aplicamos a las personas que están “plenamente desarrolladas”.
Pero, ¿Qué es una persona madura?
¿Aquella que no escucha su propia voz y sumisamente obedece los dictados establecidos por los demás?
¿Aquel que se somete sin rechistar al destino que le escribe el Sistema, aunque lo haga con renglones torcidos y letra ilegible?
¿Aquel que cree que el tiempo y el calendario son una misma cosa y se ha rendido a su implacable dictadura?
¿Aquel que no se atreve a jugar, o a saltar y bailar como un niño cuando le viene en gana, pero que espera ansioso que lleguen las fechas programadas del Carnaval para que él y otros borregos como él puedan hacer el imbécil con el debido permiso de la sociedad y nadie les mire mal por ello?
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¿Eso es ser maduro?
¿Y ser responsable?
Se supone que es responsable aquél “que pone cuidado y atención en lo que hace o decide”. Es decir, aquel que asume las consecuencias sobre sus propios actos.
Pero estas definiciones son un completo engaño. Porque lo cierto es que si tus actos o decisiones no obedecen a las reglas previstas, jamás serás considerado alguien “maduro” y “responsable”
Si en un acto de madurez y responsabilidad, asumiendo las consecuencias de tus decisiones, decides dejarlo todo y irte a vagar desnudo por bosques y llanuras bajo la luz del sol y de la luna, por mucho que hayas tomado esa decisión a conciencia y de forma meditada, por mucho que hayas valorado los peligros que conlleva y hayas aceptado las posibles consecuencias, y por muy desarrollado que estés a nivel psicológico, la sociedad no te tratará como a una persona madura y responsable, sino como a un demente o un desequilibrado.
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Sin embargo, un hombre que despilfarra todo el tiempo de su vida pagando la hipoteca de un apartamento y cuyo único sueño es comprar productos clónicos fabricados en serie hasta el día de su muerte, es considerado una persona “equilibrada”, “responsable” y “madura”. Aunque tenga tan bajo nivel de conciencia que ni tan solo llegue a preguntarse por qué razón emplea todo su tiempo en hacer eso, qué sentido tiene hacerlo, ni qué consecuencias tiene para el resto de la humanidad que siga haciéndolo.
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Así pues, los conceptos de madurez y responsabilidad en la sociedad nada tienen que ver con la toma de conciencia individual, ni con la asunción de las consecuencias de tus actos.
En realidad significan Obediencia.
Para el Sistema, una persona madura y responsable es una persona que acepta obedecer, como un caballo salvaje que ha sido domado y que sumisamente se somete a su jinete, bajando la cabeza…
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UNA VIDA MOLDEADA
Es así de triste.
Desde que vemos la primera luz, hay un molde esperando para configurar la forma que tomará nuestro futuro, a través de objetivos de forzoso cumplimiento, ordenados cronológicamente.
Es como si al nacer nos presentaran un examen con todas las preguntas que deberemos responder, obligatoriamente y por orden estricto, bajo la amenaza permanente de ser castigados si al responder cada una de ellas nos equivocamos o si nos atrevemos a escribir lo que nos viene en gana y no lo que se supone que debemos decir para ser aprobados.
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¿Y cuál es la recompensa que nos espera por realizar este examen social?
Si seguimos las instrucciones sin rechistar y vamos respondiendo a las preguntas en el orden establecido y sin escribir fuera de los márgenes, la sociedad nos dará un golpecito en la espalda y con tono condescendiente nos dirá que “hemos llevado una vida provechosa”.
Ese es el gran premio.
Sin embargo, todo aquel que ose responder a las preguntas según el orden que le plazca o se dedique a hacer dibujitos en los márgenes del examen, será etiquetado como fracasado o irresponsable.
Y aquel que se atreva a alzar la voz con demandas impertinentes, se niegue a responder a las preguntas o se levante del pupitre para hacer lo que le venga en gana, será considerado un excéntrico, un inadaptado o directamente, un loco.
El Sistema no se conforma con reducir el valor de la vida del individuo, arrebatarle su soberanía, reducir al mínimo el significado de su tiempo y ensuciar el concepto de individualidad de forma sibilina convirtiéndolo en sinónimo de “discordancia inarmónica”.
El objetivo final de este examen social, hábilmente tejido sobre la dictadura de la edad, es el de someternos a juicio como individuos y clasificarnos como “triunfadores” o “fracasados”, “adaptados” o “inadaptados”, dependiendo de nuestro nivel de sumisión a los mecanismos del Sistema.
Y lo que es peor: se trata de un juicio en el que, inadvertidamente, nosotros mismos ejercemos de jueces y acusados a la vez.
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EL AUTOCASTIGO DE LA CULPA
Una de las grandes herramientas del Sistema para conducirnos con el resto del rebaño, es hacernos sentir culpables ante nosotros mismos.
Si alguien se atreve a saltarse la programación temporal relacionada con su edad, será calificado por los demás como inadaptado o perdedor y esa presión insoportable del entorno se traducirá en su mente en un sentimiento de culpa ante su presunto fracaso.
En ese momento, se convertirá en juez de sí mismo; un juez que intentará aplicar las leyes del Sistema con toda la severidad, aunque ello implique hundirse en el fango de la baja autoestima.
Conseguir escapar de ese juicio, que irremisiblemente se traduce en un sentimiento de culpa ante el presunto fracaso social, es una tarea titánica, solo al alcance de personas psicológicamente muy fuertes.
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La única forma de acabar con ese sentimiento de culpa y de fracaso, es levantarse enmedio del juicio y no reconocer al juez; y no reconocer al juez, esa voz castigadora que se autoflagela por no haber cumplido con el programa establecido, es algo que solo puede conseguirse si esa persona se niega a reconocer las leyes del Sistema con las que se está juzgando a sí mismo.
Algo que implica, no solo enfrentarse con esa parte de sí mismo que está aceptando como reales las reglas del Sistema, sino enfrentarse cara a cara con el Sistema al completo, incluidas todas aquellas personas que le rodean y que le consideran un inadaptado.
Conseguir eso, es un acto de conciencia, valentía y fortaleza extremas, que muchas veces conduce a la soledad más absoluta.
Un precio muy alto que no todo el mundo está capacitado para soportar.
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EL JUEZ SUPREMO
Y es que aquí, la pregunta clave es: ¿quién debe decidir el éxito o el fracaso sobre la propia vida?
¿Quién debe ser el juez supremo sobre la propia existencia?
¿La sociedad, con esas reglas externas que solo viven en la mente de los demás?
¿Tiene algún sentido someter toda tu vida a normas abstractas cuya única fuerza viene determinada por el propio sometimiento voluntario a ellas?
Hacerlo es sencillamente absurdo, por más que lo haga todo el mundo.
Porque lo cierto es que cuando venimos a este mundo llegamos sin ninguna de esas normas y reglas instaladas en nuestra mente.
Nuestra psique está libre de esos muros ficticios y nuestro tiempo de vida es un terreno despejado que se extiende ante nosotros para que lo exploremos como más nos plazca.
Porque es nuestro patrimonio. Nuestro gran tesoro, personal e intransferible. Nuestra única propiedad real.
Como también lo son todas nuestras decisiones a lo largo de la vida, fruto de la voluntad individual, que es la única autoridad real con derecho a determinar cómo usamos ese tiempo.
Entonces, si nuestro tiempo de vida y nuestras decisiones son la única propiedad real que tenemos y nuestra voluntad es la única autoridad con derecho sobre ellas, ¿por que acabamos sometidos a un conjunto de reglas abstractas y a las opiniones de los demás?
¿Cómo podemos calificar a una renuncia de este calado, a una derrota voluntaria de tal magnitud?
Nadie nos lo dirá jamás y mucho menos la sociedad…pero esa renuncia al propio poder es la mayor pérdida que podemos tener en la vida.
Eso es, realmente, fracasar en la vida.
Así pues, rompamos ese molde inmovilizante que nos aplicaron nada más nacer; olvidemos nuestra edad y lo que se supone que debe implicar en nuestra toma de decisiones o en nuestra actitud ante las cosas.
La edad solo es un número, un dígito abstracto y vacío, que no puede determinar ni lo que somos, ni lo que deseamos hacer, ni lo que queremos o podemos llegar a ser.
Solo nuestra voluntad y el vigor de nuestros cuerpos pueden hacerlo.
¿De verdad quieres triunfar en la vida?

Pues recupera el poder que por naturaleza te corresponde…

 La esclavitud moderna

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