“Ciudadanos, ¡formen batallones! (…) Declaramos el estado de emergencia del pueblo, llamamos a un levantamiento sin precedentes, utilizando todos los medios necesarios, para que nadie sea víctima de estas heridas de guerra”. Este mensaje, difundido en forma de comunicado por Éric Drouet, camionero de profesión y una de las figuras visibles del movimiento de los chalecos amarillos, resume el aumento de la tensión entre las fuerzas del orden y los participantes de esta protesta social inédita. El germen de este mensaje no es otro que el nombre de uno de los heridos durante la manifestación del sábado 26 de enero en París: Jérôme Rodrigues, uno de los portavoces de los chalecos amarillos. La imagen de Rodrigues, adalid de una movilización pacífica, siendo evacuado de la plaza de la Bastille tras recibir un proyectil en el ojo durante una carga policial, ha avivado el debate sobre el uso o abuso de la fuerza por parte de la policía francesa, pero también sobre su capacidad y preparación para contener la deriva violenta de la revuelta ciudadana.
Consciente del impacto de este último incidente en la opinión publica y, en especial, entre los chalecos amarillos, el ministerio del Interior se apresuraba a anunciar la apertura de una investigación interna para aclarar el contexto en el que se produjeron los hechos. Una pesquisa que se suma a las más de 100 investigaciones judiciales abiertas por la Inspección General de la Policía Nacional (IGPN) desde el inicio del movimiento el pasado 17 de noviembre.
Desde aquella jornada de movilización, los chalecos amarillos se dan cita cada sábado en diferentes puntos de toda Francia, concediendo especial protagonismo a París. Las calles de la capital se convierten en el escenario de barricadas, disturbios y enfrentamientos entre las fuerzas del orden y los manifestantes, entre ellos ciertos chalecos amarillos pero también miembros del movimiento 'black-blocs'. El balance de estos altercados no es nada desdeñable, según los datos del ministerio del Interior, 1.900 manifestantes y 1.200 miembros de las fuerzas del orden han resultado heridos, 7.000 personas han sido detenidas y 1.000 condenadas.
Mientras Emmanuel Macron denuncia la “extrema violencia” de las protestas, los chalecos amarillos ponen el foco en la brutalidad policial. Una polémica que deja “atónito” al ministro del Interior, Christophe Castaner: “Cuando escucho a ciertos responsables (…) tomar partido por los alborotadores en lugar de apoyar a la seguridad, cuando escucho hablar de una brutalidad policial sin precedentes e ilegítima, me quedo atónito, y esta es la palabra más educada que encuentro”, remarcó durante su discurso en el Centro de Incendios y Rescate de Tomblaine, cerca de Nancy, el pasado 18 de enero.
Cámaras contra abusos
Sin embargo, ante la escalada del número de heridos y la consiguiente polémica, el propio Castaner ha decidido equipar a la policía con “cámaras peatones”. Se trata de dispositivos de grabación obligatorios para todos aquellos policías o gendarmes equipados con lanzadora de balas de defensa (LBD) durante las manifestaciones. Con esta medida, el ministro del Interior francés reconoce de manera implícita el peligro de estas armas de defensa, responsables de buena parte de las lesiones registradas entre los manifestantes.
Si bien, según Castaner, estás cámaras son una “prevención suplementaria” destinada a proteger a las fuerzas del orden vis-à-vis de los manifestantes, restando importancia al número de heridos por la controvertida arma, Philippe Capon, secretario general del sindicato UNSA Police, estima que se trata de un mero “anuncio político”. “Este tipo de cámaras no son precisamente el material más adecuado (…) Este anuncio no ha sido preparado a nivel técnico”, explica el sindicalista interrogado por el diario digital Mediapart.
No es la primera vez que las fuerzas del orden critican la estrategia de seguridad diseñada por el Ejecutivo de Macron. El 5 de diciembre, tras tres jornadas de movilización de los chalecos amarillos, el sindicato de policía VIGI presentó un preaviso de huelga: “Nuestra jerarquía nos envía de nuevo a recibir los golpes en su lugar y en lugar del Gobierno (…) Sabemos que habrá heridos entre nosotros y tememos que pueda haber muertos entre nosotros”, denunciaba el sindicato.
Tras dos nuevas manifestaciones marcadas por disturbios especialmente violentos, sumadas al impago de 274 millones de euros correspondientes a las horas extras que el Estado les adeuda, los tres principales sindicatos de policía convocaron una jornada de protesta. El 20 de diciembre, bajo la amenaza del cierre “simbólico” de varias comisarías en diferentes puntos del país, el ministerio del Interior terminó anunciando la revalorización de los sueldos, una prima de 300 euros para las fuerzas del orden movilizadas durante las protestas de los chalecos amarillos y la promesa de “una mejora y una modernización de las condiciones de trabajo de los policías”.
Con estas medidas, el Ejecutivo logró contener una primera crisis entre las fuerzas del orden. Sin embargo, una nueva cuestión amenaza la relación entre el Elíseo y el mundo policial: la estrategia de confrontación elegida por el Gobierno para hacer frente a las protestas y, por consiguiente, una inevitable escalada de la violencia. Las nubes de gas lacrimógeno, el tiro de balas de goma o 'flashball', el recurso repetido a las lanzadoras de balas de defensa, se han convertido en las bases de una táctica gubernamental criticada entre las fuerzas del orden.
Divisiones en las CRS
Las CRS (Compañías Republicanas de Seguridad), el cuerpo de la Policía Nacional especializado en el mantenimiento del orden, están particularmente descontentas. Según David Dufresne, documentalista especializado en violencias policiales entrevistado por Le Média, el desacuerdo con la estrategia de Macron no deja de crecer en el seno de este cuerpo policial por dos razones concretas: el enfrentamiento extremo que desencadena y la consecuente ruptura con la idea misma del mantenimiento del orden público.
El uso de técnicas desproporcionadas tiene resultados tangibles. Según el recuento realizado por David Dufresne, 160 manifestantes habrían recibido un impacto en la cabeza y cuatro manifestantes habrían perdido una mano en el marco de las protestas; el diario Libérationasegura que 17 personas habrían perdido un ojo.
Lejos de calmar los ánimos, estas cifras se traducen en una exacerbación creciente entre los manifestantes hacia las fuerzas del orden. Sirva como ejemplo el linchamiento de tres policías el pasado 22 de diciembre en la avenida George V, las imágenes muestran a tres policías motorizados, víctimas del lanzamiento de diversos objetos por parte de un grupo de manifestantes, un policía termina cayendo al suelo, su compañero desenfunda su arma, esta vez se trata de una verdadera arma de fuego. “Nuestros compañeros han sido víctimas esta noche de un linchamiento en los Campos Elíseos. Si no hubieran logrado escapar dejando atrás una de las motos, ¿habrían sido asesinados? Esto es lo que ha estado pasando durante un mes”, reaccionaba entonces el sindicato policial Unité.
Esta escena ilustra y justifica el hastío entre las fuerzas del orden, supeditadas a una jerarquía superada por una movilización social inédita e impredecible. “¿Qué ha pasado con aquella Francia, campeona del mantenimiento del orden, que exportaba sus conocimientos técnicos y materiales a otras democracias y países totalitarios ansiosos por sofocar protestas incipientes? -se interroga el diario Le Monde-. Los abusos [de los chalecos amarillos] han conducido a policías y gendarmes al hospital. Pero la multiplicación de las violencias imputables a las fuerzas de seguridad también plantea interrogantes sobre la capacidad del Estado de controlar el uso de una fuerza democrática, cuya reglas parecen fluctuar”. La responsabilidad recae así sobre el Estado y sus más altos responsables, criticados hoy por su falta de experiencia en materia del uso de la fuerza y su declive en una doctrina peligrosa tanto para la seguridad de los manifestantes como para las fuerzas del orden.
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