Los niveles de contaminación radiactiva en los límites de la accidentada central de Fukushima se han multiplicado por ocho desde agosto.
Amy Goodman y Denis Moynihan // Desde Tokio.- “Escribo estas palabras de la forma más objetiva posible, con la esperanza de que sirvan de advertencia al mundo”, escribió el periodista Wilfred Burchett desde Hiroshima. Su artículo titulado La plaga atómica fue publicado el 5 de septiembre de 1945 en el periódico London Daily Express. Burchett logró evitar el bloqueo militar estadounidense de Hiroshima y fue el primer periodista occidental que visitó la devastada ciudad. Escribió en aquel entonces: “Hiroshima no se parece a una ciudad bombardeada. Es como si una aplanadora gigante le hubiese pasado por encima y la hubiera aplastado hasta hacerla desaparecer”.
Viajemos 66 años en el tiempo, hasta el 11 de marzo de 2011, y situémonos a casi 1.000 km. al norte de Hiroshima, en la ciudad de Fukushima, tras el gran terremoto que sacudió el este de Japón y provocó un tsunami ese día. Como sabemos ahora, el impacto inicial que dejó 19.000 muertos y desaparecidos fue apenas el comienzo. Lo que empezó como un desastre natural se convirtió rápidamente en un desastre provocado por el hombre, después de que, uno tras otro, fallaran los sistemas de la planta de energía nuclear Fukushima Daiichi. Tres de los seis reactores colapsaron y comenzaron a liberar radiación a la atmósfera y el océano.
Tres años más tarde, Japón aún sufre los efectos del desastre. Más de 340.000 personas se convirtieron en refugiados nucleares, y se vieron obligadas a abandonar sus hogares y su sustento. El realizador cinematográfico Atsushi Funahashi dirigió el documental Nación nuclear: la historia de los refugiados de Fukushima. En la película, Funahashi sigue a los refugiados de la localidad de Futaba, donde se encuentra la central nuclear Fukushima Daiichi, en el año posterior a la catástrofe. El Gobierno reubicó a las personas que vivían en Futaba en una escuela abandonada cerca de Tokio, donde viven hacinadas, deben compartir áreas comunes, varias familias deben vivir en una misma habitación y reciben alimentos en caja tres veces al día. Le pregunté a Funahashi qué perspectivas de futuro tienen esas 1.400 personas. “No muchas, realmente. Lo único que dice el Gobierno es que durante al menos seis años después del accidente no podrán regresar a su ciudad”.
A los refugiados les otorgaron permisos para regresar a sus hogares para recolectar sus efectos personales, pero tan solo durante dos horas. Al igual que Wilfred Burchett, Funahashi tuvo que infringir la prohibición del Gobierno de viajar a las zonas devastadas por el accidente nuclear para poder capturar con su cámara los momentos dolorosos del regreso al hogar de una de las familias de Futaba. Funahashi me contó que la familia le dio uno de los cuatro permisos que tenía para poder viajar: “Intenté negociar con el Gobierno, pero no me dieron permiso para ingresar.Ningún periodista independiente ni documentalista obtuvo permiso para ingresar a la zona, pero yo me llevaba muy bien con esta familia de Futaba. Me dijeron: “Está bien, tal vez regresemos allí. Nos dieron cuatro permisos y solo utilizaremos dos, entonces, ¿por qué no vamos juntos?” y Funahashi viajó con la familia.
La negativa del Gobierno japonés a otorgarle el permiso a Funahashi refleja otro grave problema que ha surgido desde que ocurrió el terremoto: el secretismo. El Primer Ministro conservador de Japón, Shinzo Abe, promulgó una controvertida ley de secretos de Estado en diciembre del año pasado. En Tokio, el profesor de la Universidad de Sophia Koichi Nakano sostiene acerca de la nueva ley: “Por supuesto, la ley concierne fundamentalmente a asuntos de seguridad y medidas antiterroristas. Pero, cuando cambiaron los parámetros, se hizo cada vez más evidente que la interpretación de lo que realmente constituye un secreto de Estado puede ser algo muy arbitrario, que los líderes de los Gobiernos definen con bastante libertad. Por ejemplo, la ley permite la vigilancia, sin su conocimiento, de los movimientos ciudadanos que se oponen a la energía nuclear, además del posible arresto de sus miembros”.
Desde que ocurrió el desastre nuclear, ha surgido un fuerte movimiento de base que reclama el desmantelamiento de todas las plantas nucleares de Japón. Quien era Primer Ministro en el momento del terremoto, Naoto Kan, explicó cómo cambió su posición sobre la energía nuclear:
“Mi posición antes del 11 de marzo de 2011 era que mientras nos aseguráramos de que funcionaran en forma segura, las plantas nucleares podían y debían existir. Sin embargo, tras haber vivido el desastre del 11 de marzo, cambié radicalmente de opinión. Los accidentes, como un accidente de avión, pueden ocurrir. Y, a veces, cientos de personas mueren en un accidente, pero ningún otro accidente o desastre podría afectar a 50 millones de personas. Tal vez una guerra, pero no hay un accidente similar que pueda provocar tal tragedia”.
El actual Primer Ministro, Shinzo Abe, líder del Gobierno japonés más conservador desde la Segunda Guerra Mundial, quiere reactivar las plantas nucleares de Japón, a pesar de la fuerte oposición pública. En Tokio, las personas se manifiestan a diario frente a la residencia oficial de Abe.
Sentado entre los escombros de Hiroshima en 1945, el periodista independiente Wilfred Burchett escribió: “Uno se queda con una sensación de vacío en el estómago tras ver una devastación de tal magnitud provocada por el hombre“. Los dos ataques con bombas atómicas de Estados Unidos contra la población civil de Hiroshima y Nagasaki siguen teniendo graves efectos en la sociedad japonesa hasta el día de hoy. Del mismo modo, el triple desastre del terremoto, el tsunami y el actual desastre nuclear afectará a varias generaciones. La peligrosa trayectoria que va de las armas nucleares a la energía nuclear está siendo cuestionada por un creciente movimiento popular que reclama paz y sostenibilidad. Y es una lección para el resto del mundo.
Fuente: la marea
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