Mariano Rajoy en el congreso de los Diputados. MONCLOA
A pesar de que a fuerza de palos estamos acostumbrados, no podemos dejar de asombrarnos por las mentiras cotidianas que el poder fabrica con la intención de escondernos la realidad, de hacernos pensar como ellos quieren que pensemos. Cuando miles de jóvenes dejan el país por falta de trabajo y de futuro, nos dicen que no se trata de emigración laboral, sino de movilidad exterior, y también del espíritu de aventura propio de la juventud inquieta. El zarpazo en Educación dejó sin trabajo a miles de maestros. Además, en las escuelas públicas tuvieron que agrupar muchas clases sumando en cada una a alrededor de 30 alumnos, aunque nos dicen que ese amontonamiento forzado permitirá la sociabilidad de los niños.
La gente que no puede pagar una o dos cuotas de las hipotecas de sus casas debido a la crisis que los ha golpeado brutalmente es desahuciada sin miramientos y con la policía. De los miles de millones de euros que el Estado (cada uno de nosotros) utilizó para el rescate de los bancos con la promesa de devolución, ya anticiparon que 36 mil millones no los devolverán nunca, y nos dicen que la ley es igual para todos. Hay decenas de ejemplos por el estilo, pero creo que una pintada que Eduardo Galeano vio en una pared de un barrio de Buenos Aires puede servirnos como resumen aclaratorio de lo que está sucediendo. La pintada, ya muy conocida, decía: “Nos mean y dicen que llueve”.
Lo que tratan de hacer con tantas y tan variadas mentiras es distorsionar la realidad. Para eso cuentan con un gran aparato mediático, de su propiedad, y un ejército de tertulianos alistados para lo que manden. “Los medios de comunicación se han convertido en verdaderos configuradores de la realidad social”, dicen en un trabajo publicado en Ágora, Ramón Reig García y María José García Orta.
Otro ejército de economistas neoliberales ejerce de voceros del sistema económico en los principales medios de comunicación. Con una jerga indescifrable para los no avezados en estos temas (en otras palabras, haciéndose los difíciles ex profeso para que no se entiendan muy bien sus argumentos), tratan de convencernos de que los culpables de esta crisis en buena medida somos nosotros, que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”.
En definitiva nos presentan esta realidad, que los beneficia amplia e impunemente, no solo como la mejor sino como la única posible. No en vano, el asesor, economista y escritor (condenado varias veces por plagio) Alain Minc dijo aquello tan difundido de que “la democracia no es el estado natural de la sociedad. El mercado, sí”. Quieren que aceptemos esta patraña, sin indignarnos ni rebelarnos, para pensar que no hay otro remedio para esta crisis que dejarnos robar la educación y la sanidad públicas, los derechos laborales y sociales y aceptar esta estafa como una fatalidad. No les faltan “ideólogos”, algunos hasta prestigiosos, que comparan este sistema con la ley de la gravedad. ¿Se puede luchar contra la ley de la gravedad?
Y aquí tenemos, entonces, el principal desafío cultural. Sabemos que a cada orden social le corresponde una determinada ideología, una determina cultura, una manera de ser y de actuar en el mundo. Este orden, social, político y económico, que es a todas luces injusto y antidemocrático, se llama capitalismo, y querer cambiarlo no es una ambición mefistofélica, ni una pretensión descabellada. Es simplemente una necesidad urgente.
Afirma Schmucler, en el prólogo del libro Para leer el Pato Donald, de Dorfman y Mattelart, que “solo la construcción de otra cultura otorga sentido a la imprescindible destrucción del ordenamiento capitalista”. Efectivamente, el capitalismo es un sistema “agotado”, nos decía José Luis Sampedro. Juan Torres López afirma en un artículo reciente que “el capitalismo no da para más”. Y Frei Betto es más contundente aún cuando lo califica de “sistema criminal”. Y no le falta razón.
Veamos un ejemplo: los inversores destinan para especular en el mercado de derivados de alimentos básicos, unos 320 mil millones de dólares, lo que contribuye a subir indecentemente los precios de los alimentos esenciales y a agudizar dramáticamente el hambre de millones de personas. Para la lógica capitalista, eso no es una indecencia, sino una operación más del mercado.
Los números que nos deja el capitalismo como sistema generador de desigualdades son aterradores. Según el banco Credit Suisse, el 1% de la población mundial es dueño del 43% de la riqueza mundial y el 10% posee el 85% de la del planeta. Las 300 personas más ricas de la Tierra tienen más que 3.000 millones de personas, casi la mitad de la población mundial. Y en el 2013, que fue un año horrible para casi toda la humanidad, donde aumentó considerablemente el número de pobres en el mundo, esas 300 mayores fortunas sumaron unos 383 mil millones de euros.
Es decir, la crisis les permitió a los supermillonarios, a quienes la provocaron, amontonar más riqueza aún en perjuicio de los pobres, que son cada vez más tanto en número como en pobreza. Es una injusticia “que clama al cielo”, como decía Pablo VI. Hasta el actual papa, Francisco, quiso denunciar este sistema económico en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium cuando aseveró que “así como el mandamiento de no matar pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata”. Al capitalismo ya no le queda ni el papa.
Estamos aprendiendo por experiencia propia que democracia y capitalismo son incompatibles. “Es preciso, por lo tanto, escapar de ese orden y descodificarlo desde otra visión del mundo”, dijo Schmucler. “Es necesario – agregó- re-comprender la realidad para lograr modificarla”. Para ellos, los que mandan (no los que gobiernan que son unos mandados), la cultura es un adorno que se agrega a lo que sirve. Para nosotros, la cultura es una cuestión vital. Para ellos educar es domesticar, para nosotros formar jóvenes con un sentido crítico porque, como dice un poema de Benedetti, “siempre habrá un orden que desordenar”. Para ellos, libertad es acumular riqueza a costa de la pobreza de los demás. Para nosotros, la libertad se construye con los demás, con todos los demás.
A las luchas diarias de los trabajadores, de los estudiantes, de los parados, de los profesores, de los jubilados, de los desahuciados, de los investigadores, de todos los que sufren la brutalidad de un sistema en crisis y cada vez más violento (recuerden la Ley Mordaza), hay que acompañarla con una tarea intelectual que nos sirva para tener nuestra propia visión del mundo, nuestra propia conciencia de la realidad y así poder cambiarla, hacerla mejor, más justa, más humana, auténticamente democrática, donde seamos sujetos de nuestro propio destino, y no clientes cada cuatro años, y por si fuera poco engañados. “Porque -como advirtió el maestro Sampedro- compañeros, se trata de vivir. Sí, claro, también nosotros”.
Fuente: la marea
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